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domingo, 22 de octubre de 2017

ACADEMIA DE BELLAS LETRAS DE CÁDIZ, 1804

Asociaciones gaditanas (XI).- ACADEMIA DE BELLAS LETRAS DE CÁDIZ, 1804

                       
Portada de los Estatutos manuscritos de la Academia que se encuentran en la Biblioteca Municipal.
 Como nos narraron algunos de los viajeros que visitaron la ciudad, la creación de centros de enseñanza superior y de otras instituciones intelectuales a lo largo del setecientos favoreció la existencia de iniciativas particulares propias del espíritu de La Ilustración. A medio camino entre las ansias de conocimiento y del placer esnobista, varias casas gaditanas acumulaban en sus estancias desde antigüedades hasta auténticos gabinetes de historia natural. El gusto de la época por todo aquello que fuera motivo de coleccionismo (libros, obras de arte, máquinas y herramientas, muebles, fósiles, armas, relojes …) reflejaba la influencia que el movimiento ilustrado ejercía en parte de la población.

En este ambiente, no es de extrañar que se constituyese durante el año 1804 una corporación literaria a imitación de la Academia Sevillana de Buenas Letras (en funcionamiento desde mitad del siglo anterior). Encargada la redacción de sus estatutos a uno de sus fundadores y, después de las correspondientes modificaciones realizadas por el resto de los académicos, estos fueron aprobados a  finales del mismo año, adoptando el nombre de Academia de Bellas Letras de Cádiz.  La elección del adjetivo  no fue casual. “Bellas Letras” era el término preferido por los franceses y utilizado para el grupo filológico que integran la Gramática, la Poesía y la Historia, frente al calificativo de “Buenas Letras” que abarcaba un espacio cultural más amplio que incluía por ejemplo las Ciencias.  El nombre no sólo marcaba diferencias con la Academia sevillana sino que reconocía el prestigo literario que Francia poseía en aquellos años.

La simple lectura de sus estatutos nos muestra el prototipo de una corporación ilustrada. Es claramente significativo que el redactor de su articulado fuera un religioso, concretamente fray Manuel María de Lavaviedra, que aplica perfectamente el ideario de defensa de la religión y el trono como los pilares fundamentales de la entidad. Ya en el primer capítulo, incluso antes de establecer el nombre y objetivos, seis artículos establecen una jugosa declaración de intenciones de lo que pretende ser la Academia. Comenzaba implorando el auxilio divino (“el Todo Poderoso Supremo Ser de todas los seres”) para que alumbre con sus luces los conocimientos e inflame las voluntades de los académicos en las obligaciones que habían contraído con  la religión y el estado pues era el “Santo Temor de Dios” el fundamento de toda sabiduría. La corporación se amparaba bajo la protección de la Inmaculada Concepción, cuya imagen deberá estar presente en la cabecera de la sala donde se celebren sus juntas.

Retrato del Rey Carlos IV
            Las características solicitadas de los académicos incluían tanto aspectos cristianos (“el santo temor de Dios o la caridad mutua”) como otros puramente ilustrados  (la unión, la paz, la modestia) y, por supuesto, el respeto a las determinaciones, por este orden, de la iglesia y del estado. Igualmente deberían sobresalir en el respeto y veneración de aquellas personas que -por derecho divino, natural y humano- son merecedoras de su homenaje. Añadiendo aspectos incluso de conducta como la docilidad, el buen modo, la quietud  y la fuga de compañías malas y viciosas. Los estatutos también encargaban a los académicos la defensa de la monarquía “como mandato que es de Dios, y siempre ha sido la felicidad de nuestra España, razón que debía provocar el amor al monarca y a su familia que manifestarían tanto en sus estudios, como en sus deseos y en sus oraciones. Igual celo se les solicitaba para mantener la pureza de la religión católica, no sólo con una adecuada práctica, sino también convirtiéndose en   “los más fuertes rivales de la impiedad y libertinaje de nuestros días, no sólo huyendo de las conversaciones de los falsos filósofos, sino atacándolas con el buen ejemplo, cuando no puedan con  razones poderosas”.
El segundo capítulo organizaba a sus miembros dividiéndolos en tres clases. Los de número no podrían ser más de doce y además de formar parte por serlo de la junta de gobierno, elegirán de entre ellos a la dirección. Los cargos directivos o empleos eran también tres. El director, un secretario, y el censor que formaban una junta particular que tenía atribuciones para tratar asuntos menores.   Cualquier joven de talento y buenas costumbres podía  ser miembro de méritos, siempre y cuando lo solicitase por escrito y fuese aceptado por la junta de gobierno por mayoría de votos tras un primer informe positivo de la junta  particular. Los de méritos, además de no tener un número limitado, no participaban en la junta de gobierno y, por tanto, tampoco en la dirección. Cuando quedaba vacante una plaza de numerario optarían a la plaza presentando su candidatura. La Junta particular trasladaría esta solicitud a la de gobierno que aprobaba cubrir la vacante sólo cuando obtuviese al menos la mitad más uno de los votos.

            La tercera clase eran los denominados honorarios y en ella se incluían a aquellos que, por su instrucción en cualquier rama de la literatura eran acreedores de ingresar en la Academia,  por sus ocupaciones no podían participar de una manera continuada en ella. Ellos mismos decidirían su grado de colaboración con la sociedad y, como premio, estaban exentos de pagar cuota. Para ingresar en esta clase existían dos vías. La primera, ser presentado por un numerario y aprobado por mayoría en junta de gobierno. La segunda, participar como integrante del jurado que censuraba las obras presentadas a los concursos literarios de la entidad. El resto del articulado de este segundo capítulo establecía las sanciones por faltas y los puestos que debía ocupar cada académico en las juntas  “pues de lo contrario se alteraría la formalidad que debe observarse en semejantes establecimientos como una de las bases de su subsistencia, y se originarían disgustos y desazones que consumirían el tiempo, y entorpecerían los progresos”.

            El tercer capítulo definía las funciones de cada empleo y, en el caso del director, incluía también sus cualidades, que quedaban resumidas en estos cuatro adjetivos: “talento, actividad, celo y patriotismo”.  Estos directivos lo serían por un año, pudiendo ser reelegidos. Éstos nombramientos se realizarían en la primera junta que se celebrase tras el día de la patrona, es decir, en diciembre, suspendiéndose las reuniones semanales hasta año nuevo -periodo que serviría para la entrega de cargos y funciones. Las elecciones se realizarían el día señalado con la presencia de académicos de número y de méritos que depositaban sus preferencias en la “votadera”.  A continuación el secretario realizaba el escrutinio y publicaba los votos. En el caso de que alguno de los candidatos no hubiese obtenido la mitad más uno de los sufragios se repetía la votación eliminando al que tuviera menor cantidad. Una vez terminada la elección, el director saliente daba posesión al entrante, y éste al censor y al secretario .
            
Los capítulos cuarto y quinto establecían las normas que regían las juntas. Estas se celebraban semanalmente y tenían una duración de hora y media. En la primera hora se tratarían los asuntos literarios, alternándose temas de retórica y de poesía; no excediendo ninguna de las explicaciones del espacio de treinta minutos.  Previamente el director habría designado a los académicos que juzgase a propósito para tales menesteres y era la propia corporación la que había acordado qué autores deberían asumirse para esas mismas intervenciones. Alcalá Galiano añade que, tras las disertaciones, se realizaba un comentario y por último se procedía a la lectura de composiciones ligeras, normalmente en verso. La media hora final de la sesión se dedicaba a los denominados asuntos económicos que, por definición estatutaria, era “lo que sin ser literario sea útil para la Academia”.

            Cada seis meses la entidad convocaba un certamen por oposición entre todos sus miembros, tanto de número como de mérito. En cada uno se concedían dos premios de igual valor, uno de retórica y el otro de poesía. El más solemne, probablemente el más cercano a la Inmaculada, se dedicaba al honor de la patrona, considerándose por tal motivo certamen mayor. Por tal motivo, se diferenciaban las recompensas. El ganador del que se consideraba premio chico, recibía una obra selecta de buena impresión o bien un retrato de un varón ilustre de la literatura u otra cosa equivalente. Si un académico ganase tres premios chicos seguidos, la segunda vez se le daría doble recompensa de la ofrecida y la tercera, además de la recompensa propuesta, una medalla de oro. En los premios en honor de la patrona el premio sería de mayor valor aunque sin especificar, siendo igualmente ampliados si se conseguían consecutivamente. En la segunda vez se imprimiría la obra ganadora y en la tercera se haría un retrato al académico, que se colocaría en la sala de juntas.
Señalado el tema y la recompensa, la Academia fijaba el día en que las obras debían encontrarse en poder del secretario. Los trabajos debían presentarse sin nominar al autor, con un lema que debía de aparecer en la primera hoja  y en  la parte exterior de un sobre cerrado, en cuyo interior se incluiría el nombre del académico que lo  presenta. En el mismo día que se realiza la convocatoria, el censor  propone a seis individuos de talento, erudición e imparcialidad, de entre los cuales se elegían, por votación, a tres que actuarían como jurado. Entregadas con una numeración realizada por el secretario, cada uno de ellos por separado expresaría en un papel bajo cubierta la que juzgasen como ganadora.

            Para la entrega del premio se convocaba a una sesión  pública, admitiéndose no sólo a los académicos sino también a las personas de carácter que deseasen acudir. En el certamen chico el director lanzaba una arenga al autor al entregarle el premio, mientras que en el premio de la patrona un académico designado por el director ofrecía un discurso en elogio de la obra ganadora, que era leída a continuación, siguiendo después la adjudicación del premio y la lectura por el secretario de la historia de la Academia.

Dibujo de Francisco Solano que murió en Cádiz en trágicas circunstancias al comenzar la Guerra de Independencia acusado de afrancesado. 
            Conocemos los temas obligados de un certamen del año 1804, en poesía se trató de la “Invectiva contra el fanatismo” y en prosa la “Utilidad moral de la tragedia”. La Academia contó con el apoyo del entonces gobernador de Cádiz, Francisco Solano, aunque no tuvo una  buena acogida entre el resto de la población.
Retrato de Antonio Alcalá Galiano cuando fue nombrado por Narvaez Ministro de Fomento.
 Como nos recuerda Alcalá Galiano en sus memorias, los académicos llegaron a ser objeto de burla para la mayor parte de los gaditanos, siendo considerados como "ridículos copleros”. El mismo autor reconocía las limitaciones de la juvenil academia que quedaba muy alejada de su modelo sevillano “estando compuesta casi exclusivamente de jóvenes de corta instrucción, cuyo único mérito era atender a materias literarias en Cádiz, ciudad en aquel tiempo rica y floreciente, pero donde la literatura ni brillaba ni privaba”.
                       
            Al final de los estatutos firmaron los nueve académicos que tenían tal naturaleza el día de su aprobación, considerándose por tanto como fundadores. Además del mencionado Fray Manuel María de Lavaviedra redactor de los estatutos, otro clérigo, Fray Luis de Santiago y Visso, firmaba como secretario interino.  El resto de la nómina era, sin diferenciar entre socios numerarios y de méritos, Josef de Rojas, Francisco de Paula Urmeneta, Ignacio María Fernández del Castillo, Juan de Dios Aguilar, Josef Vicente de Mier, Josef Antonio Ferrer y Mariano Lasaleta. Al parecer, su intención era emular a la corporación que había ya fenecido en Sevilla con el título de Academia de Buenas Letras.
Foto de José Joaquín de Mora
                       
            Entre los participantes, además del mencionado Alcalá Galiano,  destacaron en sus juntas literarias, el hijo primogénito del conde de Casas Rojas, y el también gaditano José Joaquín de Mora. Otros personajes que en la primera mitad del siglo XIX tuvieron un importante peso específico en las letras y la política de España colaboraron con la Academia enviando sus composiciones. 
Francisco Martínez de la Rosa llegó a ser Presidente del Gobierno.

Es el caso del entonces niño prodigio granadino Francisco Martínez de la Rosa, antiguo compañero de José Joaquín de Mora en el colegio San Miguel de Granada, que recibió por su participación el título de académico honorario. Los temas de conversación más usuales eran los literarios, pero a veces se hablaba de noticias como la campaña de Napoleón  "llegando el atrevimiento sólo a punto ser lícito manifestar ya afecto, ya desafecto al conquistador glorioso". El inicio de la Guerra de la Independencia en 1808 acabó con la actividad de la Academia que ya se encontraba en plena decadencia al faltar de Cádiz varios de sus integrantes.
                       
Aún en 1812,  el recuerdo de su existencia fue motivo para solicitar su reorganización en las páginas de los periódicos gaditanos. Se aducía como momento oportuno, precisamente por la concentración en la ciudad de un buen número de importantes hombres de la literatura española

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PRESENTACIÓN

Mi Fournier más antiguo es del año 1953. Concretamente uno de Cinzano. En total tengo 12 de esa década. De 1955 uno de Hispano Olivetti. De 1956 dispongo uno religioso de Nuestra Señora de las Lágrimas. De 1957 tengo además de la misma Virgen otro de Santo Domingo Savio. El mismo santo lo repito en 1958 junto al primero de los que editó CAJA POSTAL.
De 1959 tengo 5: CAJA POSTAL, ANTICARIOL, BRANDY FELIPE II, BRANDY GALEÓN y MARIA AUXILIADORA.

FOURNIERS DE LOS CINCUENTA

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Cinzano 1953